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Circus
(Capítulo 1) Yo maté a Rubén Demarco. Mi nombre es Ramón Espina. Supe ser capataz de Don Jacinto Moldes, relevo, modestamente, del gaucho Santos Lucero (nadie menos), con la mayordomía de Filisberto Castro. Tengo ya sesenta años y no voy a andar bolaceando. Tengan por cierto lo que hablo. Conocí al coronel una mañana de bastante frío, en tiempos de la dictadura, como empezaron a decirle al Gobierno cuando lo voltearon. Si es de no creer cómo se da vuelta la gente. Con la Rotunda chichoneábamos diciendo que hasta la madre del general Videla, que vivía en el pueblo, era capaz de andar hablando mal de la Junta. La verdad es que, con dictadura o sin dictadura, yo siempre viví de mi trabajo, gracias a Dios. Y crié como pude a mis muchachos. La dictadura no anda campeando vacas ni curando bicheras. Es cosa de estancieros ricos y de milicos al pedo. La cosa es que el hombre se llegó hasta las casas allá en el campo de Berardi, donde yo era capataz, en un autito Ford del 31, descapotado, que parecía nuevo de precioso que estaba, verde noche y guardabarros negros. Venía recomendado por Don Santos Benavídez, puestero de San Jacinto y hombre de mucho respeto. Vestía como estanciero, con un sombrero negro corazón de potro, de los de Maidana en la capital. Estanciero sin estancia, me dije yo, de esos que hay muchos en la confitería del hotel buscando putas finas. Iba con él un hijo suyo, el Mariano, que era su gran compañero, la verdad. Un mocito flaco y alto, muy amigo de las cosas gauchas; si es de no creer lo que sabía ese muchacho de los pelos criollos. Casi siempre andaban juntos. La yunta brava, sabían decirles. Me he comprado una chacrita en el cuartel diez, me dijo el hombre. Y quiero hacer unas mejoras. Necesito dos paisanos bien dispuestos, un encargado y unos caballos, para comenzar. No soy de andar recomendando gente, dije yo. Ya no se puede confiar. Se fijó en un tordillo moro muy hermoso con el penacho en el tuse, porque no había sido enfrenado todavía. Yo lo estaba amansando para Don Berardi. No tenía más de tres galopes con bocado. ¿Me permite subirlo?, dijo. No fue enfrenado todavía, dije yo. Ya lo sé, me contestó. Si se quiere matar, que se mate, pensé para mis adentros. Se lo ensillé y la verdad que lo subió como si tuviera los dos brazos. Porque era manco del derecho el hombre. Lo sacó a un potrero medio grande y le dió una galopeada larga, pero con finura. Es buen caballo pero no se reúne, dijo. No sabe meter las patas. Se lo compro.
Desde que apareció por el pueblo, se corrió la bola de que era un militar de la represión y que le habían reventado el brazo los montoneros. La bola la había echado a rodar la Amanda Ricotempo, que le vendió un campito de Don Flores, de muy difícil venta porque tenía mucha tierra de horno y por el asunto aquél del hombre sin cabeza. Es un coronel, decía la Amanda. Se hablaba en las materas que en la tapera del ombú, en el potrero del medio, se aparecía algunas noches un hombre sin cabeza con un poncho colorado. ¿Con qué sostenería el poncho si no tenía cabeza?, digo yo. Algunos que lo habían visto, mentaban una palabra que decía con voz ronca, lentamente, como si estuviera entreverada con el viento. La vieja Anacleta, que cuando volvía del pueblo, cortaba camino hasta la quinta de su hijo cruzando ese potrero, total, a ella quién se la iba a culear, decía que la palabra que susurraba el hombre era algo así como "Silencio..." Shilenshio, decía la vieja, que no tenía dientes. Hasta que alguien se dio cuenta de que cada vez que el aparecido decía la palabra, había un muerto en el pago. Es un pez gordo, decía el flaco Demarco, ese cobarde, que tenía un hijo sargento del ejército. Un coronel retirado por heridas de guerra. La verdad es que tenía parada verdadera de milico o de estanciero, como ya dije, y no de esos porteños que tienen una quintita y se visten como Anchorena. Para mejor, andaba siempre de breches y botas de caña dura. Y no eran de esas botas que sabía hacer en el pueblo el talabartero Don Ruiz, "cara de galleta" como le decían, y que degolló a su mujer porque le metía las guampas, pobre varón. Desde hacía más de veinte años que le metía las guampas, hasta que el día en que supo que tenía el hígado con cáncer dijo basta, y la degolló con la trincheta, para salvar el honor antes de morirse y porque ya no la iba a precisar.
¡Pero la pucha que era de a caballo el hombre! Lo tengo visto subir a un tobiano caracoleador, con mañas de gato ciego, bellaco de abalanzarse, muy peligroso la verdad, en la calle catorce, frente a la carnicería de Dabove. Iba montado a buscar la carne, cuando estaba muy barroso, aunque podía ir en el forcito o en el sulky, pensé yo. Pero no. Iba en aquel yeguarizo que había comprado en el pisadero de Martínez y que no era matungo de pisadero pero que nadie se animaba a subir, como queriendo darse corte y alardear de jinete y hombre de cojones. Si sería jodido el mancarrón que se boleó en la 41 y quedó descogotado como un conejo. Pero eso fue mucho después, cuando en el accidente se disgració el Tape Montero, que se lo había comprado al coronel. Tené cuidado que es de miedo, le había dicho al Tape. Cuidao de qué, si lo monta su hija, le había dicho el Tape, agrandado. Ajá, dijo el coronel. Pero vos no sos mi hija. Y la verdad que era jinete la nena. Y el que reventó fue el Tape. Tiempo después, cuando se hicieron las pruebas de destreza, era de no creer cómo corría la sortija con un solo brazo, con la rienda entreverada con la agarradera del recado. En la comisaría le desconfiaban y lo trataban como si fuera un coronel retirado, por las dudas, decía mi hijo el Guillermo, que era policía. Nadie mejor que ellos para saber que con esos milicos no se jodía. Por cualquier pavada te metían un chumbo o te mandaban preso, decía el Guillermo. Con aquel gobierno no se podía joder. Lo mejor era no meterse si no venía la orden, aunque nunca se sabía de dónde venía la orden. A veces se colgaba de la cintura un pistolón del catorce para cazar desde el auto, decía él. Eran un lujo esas chatitas de antes. El flaco Demarco se lo encontraba siempre en la verdulería de Rivas, adonde el Coronel iba seguido, hasta que el viejito Don Juan le hizo la huerta. Pavada de huerta que le armó. ¡Si hasta le pidió permiso para vender por su cuenta en la 41 la verdura que sobraba! Y a él le vendió La Piba, una yegua tordilla de pecho como no había otra en el pago. Se la vendió en cualquier plata porque era de muy buena laya. Se preparaba para el espiche el pobre viejo y ahorraba para el entierro. Me contó don Rivas que una mañana el flaco Demarco se animó y le dijo: perdone coronel. De tanto estar al pedo el flaco se había vuelto medio meterete, como las mujeres. El hombre se echó a reír. Yo no soy coronel, soy cantor, chacoteó. No le veo uñas de guitarrero, le retrucó el flaco, que era medio payador. Y qué le vamos a hacer, dijo el hombre. Me las dejaré crecer. Mientras le cargaban la fruta en el forcito, el flaco se jugó y le dijo por lo bajo: yo estoy con ustedes, coronel. Mi hijo es militar. Confíe en mí. Después se quedó frío de miedo, cuando el coronel le contestó: te voy a hacer fusilar, pelotudo. Fue ahí, pienso yo, que se la juró el flaco. La cosa es que nunca pudo saberse si era o no era coronel. Ni siquiera el Ireneo Moyano, que era su encargado, ni Eva la Pistolera que había cerrado el quilombo y le hacía de sirvienta, ni el petiso Navarrito que le cuidaba los caballos. Nadie sabía de fijo qué cosa era aquel hombre. Cuando alguien se animaba a preguntarle, él decía: yo soy cantor. La verdad es que no le hizo mal a nadie pero nadie lo quería. Algunos se burlaban de él cuando no estaba. No sé si lo respetaban, pero miedo le tenían. Mucho tiempo después, cuando el Banco se quedö con todo, el campo, las casas, la tropilla y aquel gateado personal que ni pisaba la tierra, al verlo mirar las cosas que se iban y que él tanto quería, de pie junto al Mariano, paraditos los dos como una yunta 'e teros, casi me pongo a lagrimear. Y pensé: capaz que era cantor nomás. Bueno pues. Yo maté a Rubén Demarco para salvar a ese hombre.
Flotaba entre los pajonales como una baba de araña, sabiendo que ya no pertenecía a esos aromas ni a esos cielos, ni a los mugidos de las vacas, que en vano me llamaban como madres, desde el fondo de la infancia. Sabía que se había roto mi pacto con la tierra, mi hermandad con los caballos, la cebadilla y el trébol, la paja seca del trigo y los serenos sapos, que veneraba como a grandes sabios. Flotaba entre las espigas de los campos inmensos de la siembra y en la apariencia de una existencia de hombre, ya casi sin máscaras ni ilusiones. Como una aguja de plata imperceptible, pasaban por mi vida desdichas y alegrías, personas fantasmales y largos talegos de oro. Mas yo no estaba allí. Había construído un gran muñeco que me representaba y que cantaba bellas arias en un mundo feo, con mi vaga voz de borracho encaramado en las jorobas del poder. Sólo una cosa no percibía: era un cobarde, astuto y tramposo, acaso como todo el mundo. ¿Eso no estaba bien? ¿No era algo suficiente para pasar la vida? ¿Pero la vida era tan sólo respirar, tener olores, movimientos, emitir sonidos? ¿Qué vida le estaba destinada a un pobre ser estúpido, imperfecto y sucio hasta las lágrimas, pero con la hipotética noción de lo perfecto? ¿Era eso lo que se llamaba una conciencia? ¿O era más bien la maldición del Demonio, que había triunfado sobre Dios? Nociones solamente, que apretujaban a los hombres en comunidades y que expresaban la enormidad vulgar de sus fábulas heroicas en cánticos benditos, plegarias mentirosas, promesas incumplibles. Todo ello construído con los resíduos de las sociedades desarrolladas, civilizadas, perdidas para siempre en la noche del cerebro misterioso. Tal vez sólo el cerebro fuera eterno. Cuando un mortal se detenía a observar la vida, su cerebro le indicaba que nada era verdadero, que nada existía verdaderamente, salvo él mismo, el maldito cerebro. El resto, que tanto era apreciado, se desmenuzaba en el sueño como migajas para pájaros furtivos. Pero furtivo era todo en el reino de este mundo. Hasta los mismos deseos, promotores del crimen, eran furtivos. En esas cosas estaba yo pensando, mientras recorría los campos manejando mi reluciente Ford A 1931, por las calles de tierra y comprobando la degradación indefectible del entorno. En las cunetas, donde en mi infancia crecía la paja brava que cortaba los dedos con su pequeña sierra, crecía ahora la basura ciudadana, la verdadera civilización, Brooklyn en la pampa, expresión esta última acaso más usada en Brooklyn que en la pampa. De tanto en tanto me cruzaba con algún paisano en motoneta y gorra de coca cola, más orondo que si estuviera montado en un overo rosado escarceador. Mi tonto orgullo y mi consuelo eran ese auto de más de medio siglo que parecía flamante y que estaba acostumbrado a peludear en el barro y a llegar a donde fuera que iba. Y en mi cerebro ardía la brasa de aquel campo que iba a comprar para recrear mi infancia y glorificar la de mis hijos.
La señora Amanda se había sentado en el borde de un antiguo y humilde aljibe que, de entrada nomás, hizo mis delicias. -Amanda Ricotempo -dijo llevando una mano de uñas repintadas de un viejo rosa algo carcomido a la imponente y agresiva cabellera anaranjada que coronaba y enmarcaba su cabeza de temible prostituta, metida en la ocasión a promotora de bienes inmobiliarios. -Un gusto -agregó, tendiéndome su zarpa, tras un pequeño aunque temerario salto desde el borde del aljibe. -El señor está buscando un campo chico y yo le estoy ofreciendo un cheque en blanco. -Bien -alcancé a articular. -Creo estar buscando un campo chico, pero no quiero un cheque en blanco. -Me dirigió un gesto que hubiera sido de desprecio, si mi aspecto general, coloreado por mis breeches sin bomba, mis botas altas de caña dura, mis bigotes, y el pistolón del catorce que llevaba colgando de la cintura para cazar perdices desde el auto, no le hubiera parecido, en lugar de la machietta que realmente era, el de un hombre muy viril, ligeramente castrense y, en consecuencia, autoritario, todo lo cual constituía mi máscara de aquel momento, siguiendo las líneas generales de mi locura suicida. -La tierra de Mercedes es oro en polvo -dijo. No mencionó lo más extraordinario y valioso de aquella propiedad, que eran las casuarinas de doscientos años que bordeaban las casas, los maravillosos eucaliptus en la línea del paisaje, el viejo aljibe, las casas centenarias y los grandes y gastados ladrillos de sus pisos, ni la tapera semi-derruída junto al viejo ombú en medio del campo, que también me hizo soñar, porque en ella residía un aparecido, el hombre sin cabeza. Más bien no quiso hablar de la tapera cuando le comenté que me gustaba. -O sea -repliqué -que esta chacra tiene cincuenta hectáreas de oro en polvo. -Cincuenta y cinco -corrigió con orgullo. -A un paso del pueblo, a cien kilómetros de Buenos Aires. -Pasó tres dedos de la mano derecha por la frondosa cabellera, como para peinarla o sosegarla o adormecerla y, tras apresar entre el pulgar y el índice de la otra mano unas hebras de grueso pelo grasiento que se le habían enredado y caído fácilmente, concluyó: -Una bicoca. La señora Amanda Ricotempo tendría unos cincuenta años y reunía admirablemente todo lo que un hombre podía llegar a detestar profundamente en una mujer. Su aspecto general era sucio, y, dando tan sólo un poco de rienda suelta a una morbosidad de entrecasa, era posible imaginar rápidamente las orlas negras debajo de sus uñas, y hasta sus calzones fatigados como pañuelos muy servidos. -Cerca del pueblo -dice usted, como si eso fuera una ventaja. Un pueblo de milicos, guardiacárceles, avenegras... -Iba a decir "y prostitutas", pero me contuve a tiempo. Prostitutas metidas a promotoras de bienes inmobiliarios. En realidad, ese ridículo discurso hubiera sido de circunstancias, puesto que siempre he sido amigo de las putas. A pesar del largo camino minado que era su vida, la señora Ricotempo estaba estupefacta. ¿Cómo era posible que aquel militar lisiado (seguramente como consecuencia de alguna acción de la guerra subversiva, como decía la radio) se expresara de ese modo sobre sus congéneres? Ella no era ninguna estúpida. Quería hacerla hablar, sin duda alguna, soltar la lengua. El tipo era peligroso. Un raquítico maizal ocupaba alrededor de tres hectáreas en el lugar más próximo a la casa, intentando vanamente ocultar que allí había habido un horno de ladrillos. Era una parcela inservible, plagada de basura, latas, huesos de pollo, alpargatas viejas, vidrios, tapas de cerveza y toda cuanta inmundicia era dable encontrar en ese tipo de tierra degradada, tierra de cava. El resto del campo tampoco era gran cosa. -Dígame doña -dije por fin. -Sí, Don..... -...Julio. -Sí, Don Julio. -¿Usted conoce de campo? -Vendo campos, señor. -Ajá. Entonces me está tomando el pelo. -Un balde de aceite hirviendo cayó sobre aquel pájaro que intentó vanamente levantar el vuelo. -¿Por qué dice eso, Don Julio? -Porque ese cuadro del maizal es todo de tierra de horno, y lo demás, nada muy bueno tampoco. -El resto es toda tierra flor, Don Julio. No me insulte. -Voy a hacer algo mejor, señora. La voy a meter presa. A usted y a sus patrones de la inmobiliaria. -Me dió la sensación de estar aterrorizada. -Le doy la mitad. Al contado. -El alma pareció volverle al cuerpo. -Consulte urgente con la inmobiliaria, que no me sobra el tiempo. -No es necesario. Estoy autorizada a negociar. -Muy bien entonces. Esta tarde cerramos. -Sí, mi coronel.
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