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El esperador
El esperador Vamos a ver, señoras y señores, entren a contemplar al hombre atravesado en el umbral de la alta edad, entren a ver su magisterio de desdicha y a percibir el aura de una vida mal urdida y mal sacrificada, si es que puedo decirlo damas y caballeros, por unas pocas monedas entren a ver al hombre que ha llorado de soberbia pues no hay otra soberbia censurable por encima de la de intentar ser feliz, señoras y señores, o de querer ser amado y respetado, soberbia para con los semejantes... Pueden entrar y ver que ya no gime siquiera, pues se ha secado su llanto, sus ojos se han hundido, dos curvos trazos morados han rubricado sus órbitas y ahora, damas y caballeros, en el umbral de la alta edad, en el principio del túnel, éste que han de ver por un dinero miserable, sigue sentado esperando sólo Dios sabe qué prodigios imposibles, qué salvaciones, sigue sentado sin paciencia, carente de sosiego, con la mirada perdida en su pasado de tumbas y fracasos, de bofetadas de fuego... Pero no vayan a creer que se ha agotado su soberbia, su estupidez, bella dama, si excusa mi rudeza, no se ha acabado su esperanza, si es como cosa de risa, no se ha acabado, no, la tozudez de su desdicha... Y es precisamente ése el cuadro extraordinario que se les ofrece, una lección tal vez para los niños, para los jóvenes sanos de cerebro y para usted también señor mío, usted que ha sabido llegar tan dignamente a este lugar tras largos años, sin duda, de conveniente respeto, con esa hermosa familia que es la suya... Usted no debería perderse esta visión tan instructiva, tan aleccionadora de las consecuencias del mal de fantasía o de la simple ilusión, como le llaman. Aunque es preciso admitir, noble señor, que ha habido en su lugar un niño tolerable, no diré que agraciado, Dios me castigue si les miento pero, si bien el mal está en los niños desde la raíz de los tiempos, si bien crece con ellos disputando al Ángel su posesión, éste llegaba a engañar con sus cabellos rubios, su palpitante mirada de pájaro aterrado, sus melancólicos cantos mañaneros al pie de una escalera de madera noble en una casa augusta, invocando, Dios me perdone, acaso a espíritus dispersos, almas dañadas, pues ¿qué otra cosa habría de invocar un niño al pie de una escalera de madera noble en una casa augusta? No he de negar el estupor de su madre ante esos procederes de franca extravagancia o ante su permanencia silenciosa durante varias horas en un estrecho pozo, cavado en tierra fértil por un hombre tuerto, bajo un cerezo florecido y oculto por panes de lujoso césped. Sí, sí, comprendo el desagrado en su semblante, joven. Por un dinero irrisorio usted podrá contemplar al hombre que llegó a ser aquel niño, podrá observar el resultado de andar por mal camino y hasta tal vez, de perderse en la malsana pasión de hallar contento detrás de los confines de la maravillosa vida cotidiana, con sus pequeños sinsabores ciertamente, sus pasajeros disgustillos, pero con esa honesta solidez de andar paso tras paso por el camino recto o como estará pensando, señorita, por la buena senda... Entren, entren a ver al derrotado por sí mismo, no cuesta más que la mujer barbuda o que el canguro que boxea, sólo unas pocas monedas que muchos de ustedes han de tener por los bolsillos. Y puedo asegurarles que no lo olvidarán jamás, que no ha de borrarse del tejido de sus almas hasta el confín de los días, hasta el juicio final... ¿No se deciden? Les narraré más hazañas de ese hombre atravesado en el umbral de la alta edad, que ha disparado sus ojos de serpiente en pos del último día, de su minuto postrero entre los vivos. No se alejen sin escucharme porque esto les interesa y no piensen por el momento en el dinero que les costará ver al hombre, son sólo unas monedas y les prometo que nadie ha de obligarlos a entrar en la tienda, como no sea su propia conciencia, la solidez de sus principios, si puedo hablar de este modo, o su espíritu noble y acuciado por comprensibles deseos de lección y alguna justa expectativa de deleite con la desgracia ajena. Ese hombre mutilado, atravesado en el umbral de la alta edad, ha sido diestro en oficios de músculo y de ingenio. Puede decirse sin fraude que ha descollado en el manejo de las riendas, que ha cautivado la voluntad de grandes bestias sudorosas y que su mano empapada supo aplacar con dulzura las furias y los pánicos, junto a chasquidos de la lengua y a una palabra pronunciada como una promesa. Y la alta edad, en cuyo umbral se encuentra atravesado, debo decirles, no ha desmedrado la clase del oficio, no ha mitigado la altivez de su figura enhorquetada en una piel de carpincho bien curtida, de esas que toman el color de la melaza bajo el imperio del sol, para placer y prestigio del hombre de las pampas. No ha desmedrado la destreza en el cauto manejo de la espuela, sirviéndose de la púa como de un dulce dedo de mujer. Tampoco el abandono que hiciera de su cuerpo el fuerte brazo de enlazar ha puesto en juego su equilibrio de jinete, capaz de emplear con estrategia el argumento de su peso y así calmar las veleidades de potros mal sometidos. No se apuren que no es todo. Comprendo su afán por alejarse hacia otras atracciones, pero quieran pertimirme unas palabras todavía. Porque este hombre sentado en una silla de cal viva ha sido, señoritas, amante prodigioso. Veo un destello en sus ojos...No abandones el sitio caballeros, pues esto habrá de interesarles. Amante ha sido de amazonas y condesas, inexplicablemente, debo admitirlo, inexplicablemente ha habido grandes damas, señoras de alta pluma, así como hembras lujuriosas, muñecas de perversa inocencia, que han visto sabe Dios qué cosa en él, como no fuera tal vez el vicio del fracaso o el egoísmo feroz de la ternura oculta, de la dulzura inexpresada, de un desenfreno aterrador por actos de impureza, hasta tal vez caballeros (tapen el oído de los niños) por actos de sodomía y felación. No debería abundar sobre este tema pues la prudencia impone la cautela, no debería decirles que tantos años transcurridos en contra de este hombre no han mitigado significativamente los desvaríos de su instinto ni las celadas de su industria. Sólo han logrado tal vez envilecer su certeza, su autoridad en el empleo del utensilio de pecar, que ahora parece despertar sus dudas y nuevos fuegos de tortura en el horizonte en el que empieza a claudicar su mente, como ese sol que ataredece con paciencia en el verano. No crean que no los comprendo. Todo lo dicho parece no bastarles y me resulta comprensible. Por magro bulto que hagan los dineros, no deben ser descuidados y hasta unas pocas monedas se resisten a pasar de mano cuando las dudas son grandes y las tentaciones muchas. Pero déjenme intentarlo en esta tibia noche, déjenme ver si logro interesarlos en el que allí está sentado. Las estrellas titilan en el cielo negro y sus almas felices no quieren verse compungidas pero permítanme, permítanme expresarles con modestia que no está todo dicho en este mundo, aunque la letanía se repita, aunque parezcan repetirse los asertos de los hombres justos y las familias bien constituídas hallen la paz junto a las grandes verdades... ¡Cuán alejado se halla el hombre que que allá espera, el hombre atravesado en el umbral de la alta edad, de ese magnífico estado, de esa bullente dicha! Y sin embargo respetable público, no todo ha sido cilicio en su existencia, no todo ha sido viento negro sobre el navío de su suerte...No se retire bella dama, aguarde sólo unos instantes, pues tal vez cambie su criterio y quiera entrar en la tienda y contemplar a aquél que ha compartido la mesa con hombres de importancia, grandes artistas que están en almanaques, grandes autores también, encuadernados en cuero verde o rosado y con sus nombres estampados en el oro fino de la nombradía, hombres que cruzaron palabras y hasta chanzas con éste que los espera allí dentro, sentado. Palabras y chanzas sobre asuntos de cuantía y reído tal vez con imprudencia de algún negocio de ingenio o de alguna lúcida frase que el hombre pronunciara, para solaz de un auditorio memorable. Acompáñenme un instante en la inquietud: ¿cómo explicar tanta avería en este vida postrada? Habrá por cierto entre ustedes quienes lo adscriban al destino. Otros habrá que pensarán en una mala conciencia. Pero no duden de que comprendo su repugnancia, su combate interior contra el anhelo de verle, por unas pocas monedas sin entidad verdadera. Sin embargo damas y caballeros, aun a riesgo de parecer fastidioso, he de impetrar una vez más su decisión, si es que puedo decirlo, la decisión de contemplar al hombre atravesado en el umbral de la alta edad y su mirada tendida hacia esa noche fría que ha comenzado a envolverlo como una mortaja. No suele ser corriente el rostro de quien no puede hallar al hijo que ha perdido en las arenas de un desierto infinito, ni ese destello del ojo que no encuentra lugar donde posarse, como un gran pájaro que ha de morir volando. Hace ya tiempo que ese hombre que se resisten a mirar pasa las noches hurgando con uñas carcomidas entre fantasmas dormidos y esqueletos de recuerdos, pronunciando ciertos nombres que ya no son de este mundo. Nombres sagrados para su espíritu raído, cifras o rezos tal vez, vaya a saberse. Pero el haber tratado a grandes hombres parece haber dejado un rastro en sus modales, porque a muy grandes hombres ha tratado, pueden creerme bellas gentes, aunque me vean pregonando, jamás suelo inducir a engaño en el oficio. ¿Se han cruzado alguna vez con un gran hombre? Posiblemente sin saberlo, lo que es lo mismo que no haberlo hecho. Y no me estoy refiriendo al señor cura, que es sólo un santo varón. Estoy hablando de espíritus selectos, de grandes propietarios, de poetas laureados, de guerreros bravíos, de honrosos funcionarios. Con todos ellos ha tenido comercio de palabra el que está sentado, el que los aguarda, el que se niegan a ver por unas pocas monedas que su acomodada posición no ha de impedirles invertir. No se aparten todavía caballeros, la noche es joven y otra cuestión he de decirles sobre el que allí está sentado. ¡Ah! Estoy seguro de que habré de sorprenderlos, porque vean, sin haber sido un gran hombre ciertamente, él ha ocupado expectantes posiciones, lugares de respeto y hasta de alguna importancia en la consideración de los señores, como si hubiera tenido algún gracejo o algún don de simpatía, muy a pesar de su terrible vida, de su penosa condición. Ha conocido el mundo de muy diversas maneras, desde la más modesta travesía hasta la más encumbrada recepción, ha compartido humildes techos y alimentos con camaradas de pobreza y ha sido objeto de agasajos principescos y se diría también que de obsecuencias no deseadas, de molestas sumisiones, como si la humillación bastara para aliviar un alma, quién lo sabe... Todavía una palabra, respetables señores. No se retiren de una manera insensible. Piensen que, si bien es razonable disfrutar del propio bienestar, del alma satisfecha, nada es eterno en el reino de este mundo. Piensen que este hombre ha reído como ustedes y hasta tal vez más que ustedes, Dios me perdone si exagero. Ha reído hasta el desmayo, hasta la postración, éste cuya sombra sentada alcanzarán a percibir atravesado en el umbral de la alta edad, ha sido altivo y poderoso. No es mi deseo disimular sus miserias, ni es mi función la de inducir en ustedes alguna simpatía por ese espíritu agotado. Sólo los exorto a que lo contemplen por unas pocas monedas, porque esa sí es mi función y trato de cumplirla de la mejor manera. Pero debo decirles que, hasta cierto punto, comienzo a verme abrumado por su obstinada indecisión o su indiferencia tal vez, vaya a saberse. Su tarde de recreo ya está por terminar y no es concebible que retornen a sus hogares sin haberlo visto, sin haber contemplado ese paisaje de dolor que es su presencia y que, una vez seguros en el regazo del lecho, después de haber suspirado largamente, al recordar esta jornada de deleite, se pregunten: ¿De qué cuestiones hablaba el pregonero? ¿Qué horrible sombra era aquélla sentada tras el velo? Perdón, perdón, no ponga esa expresión de desagrado, señora. Lamento haberme excedido...soy de carácter fogoso...aguarden, aguarden. Lejos de mí está la intención de excederme. Sólo que... no sé cómo decirlo... no advierto claramente en ustedes, bellas damas, honorables caballeros, no advierto decía, la intención de desprenderse de unas pocas monedas para contemplar al hombre atravesado en el umbral de la alta edad. No está en mi espíritu el infligirles una ofensa, Dios me ayude, pues ¿quién soy yo para intentar afrenta alguna? Un simple y pobre pregonero, seguramente falto del don del buen decir, de dotes persuasivas, de nervio carismático, no más afortunado acaso que el hombre pregonado, el desdichado que aguarda y seguirá aguardando, pues éste ha sido el sustento de su vida. Vamos a ver, no se retiren sin escuchar esto que sigue. Viene a mi memoria la sombra de un suceso un tanto extraño, podría decirse que agradable y hasta con cierta gracia tal vez, si me permiten. Es algo que ocurrió hace muchos años, cuando era joven el hombre e igual de dura su vida. Ocurrió en tierra de franceses, una tarde de primavera, templada por el aire fragante de miosotis. El hombre conducía un automóvil que acababa de adquirir. Lo hacía con prudencia y con placer, a causa del contacto sensual con los flamantes comandos. Era avezado conductor y disfrutaba del sonido perfecto del poderoso ingenio, de la docilidad con que respondía a las maniobras. Súbitamente, una persona se interpuso en el camino, como una aparición. El esperador aplicó los frenos, maniobró nerviosamente, pero la catástrofe había ocurrido. Prestamente salió del automóvil y se precipitó hacia la víctima, bajo las ruedas del coche. Pero allí nada había, con excepción de una mancha de sangre. Los transeúntes se iban congregando a sus costados y no pocos le arrojaban miradas de reproche. "El herido desapareció", alcanzó a decir, sin volver de su sorpresa. Fue entonces cuando un caballero vestido de negro dio un paso adelante y lo amonestó severamente: "Pero si es usted el herido, mi pobre amigo... si es usted el herido... Veamos, guarde la calma que ya llegará la ayuda". En efecto, al poco tiempo apareció una ambulancia que se llevó por la fuerza al esperador, mientras el caballero de negro se apoderaba del volante y desaparecía en el tránsito. Solía narrar esta historia el hombre que allí está, atravesado en el umbral de la alta edad, aunque no muchos creyeran que hubiera sucedido verdaderamente y aunque hasta él mismo lo dudara, puesto que a veces ocurren cosas que nunca se recuerdan y se recuerdan cosas que nunca han ocurrido. No. No se dispersen todavía. Su actitud indica algún fastidio. No imaginen que intento mofarme de ustedes ni entretenerlos con embustes como un vendedor de lociones para el pelo. Sólo deseo que se decidan a invertir unas pocas monedas en la contemplación del hombre que los aguarda sentado en esa tienda. Sentado y aguardando ser visto se encuentra desde hace ya tanto tiempo que hasta yo mismo he perdido la cuenta. Creo que aguarda desde el día en que nació, aunque tal vez desvarío. No confundan mi cometido, que no es piedad lo que reclamo. Tampoco su conmiseración habría de servirle. Tal vez ya se hayan percatado de nada en este mundo habría de servirle ni le ha servido nunca. Vean, con toda huymildad les digo que su soberbia los paraliza, les impide ver. Y tal vez sea para bien de sus almas, para seguridad de sus luces. Porque, damas y caballeros, con el debido respeto y hasta con cierta devoción, he de anunciarles que, en cierto modo, ese hombre son ustedes mismos, aunque en cierto mosdo no lo son. Es que sucede con él lo que sucede con todo, quiero decir, con todos los asuntos de la mente, Dios mío, no sé cómo expresarme. Es tan frecuente que creamos ser algo definitivo, algo sólido y permanente... Es tan frecuente que cubramos de alabanzas nuestros lazos con los otros, nuestro lugar en este mundo, quiero decir ¿en qué mundo? ¡Oh sí!... se han ido, ya lo sé. No han querido oblar esa misérrima paga para verlo, para verse a sí mismos. Se retiraron creyendo ser lo que son. Buena razón tienen: sólo se es lo que se cree ser. Yo creo ser un pregonero, ¿y no es acaso un pregonero lo que soy? Y él, el que se encuentra atravesado en el umbral de la alta edad, el infinito esperador, el desgarrado por la vida, en su soberbia demencial cree ser todas las cosas y todos los hombres. Y claro está, eso es lo que es: todas las cosas y todos los hombres. Sí señor. Todas las cosas y todos los hombres. Eso es lo que es.
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El sueño Sobre un oleaje viscoso de balidos, navegaban los ojos colorados del Sandalio Arrughi hasta detenerse en la llaga abierta por el sol en el páramo del cielo, sin que un vellón de nube, siquiera, llevara a creer en un alivio pasajero de aquel calor que no se viera nunca en épocas de esquila. Ya se habían muerto diez corderos y los galpones no alcanzaban para más de dos majadas, aunque eso no fuera lo peor llegado el caso, porque las chapas quemaban como el fuego, Dios nos asista y la Virgen, decía la Carmela. Se apretujaban resollando, con la torpeza y poca gracia de sus vidas inocentes, bajo las casuarinas, que suelen ser árboles de frío y que también resollaban, por los pericarpios, con dignidad vegetal. Vestía el Sandalio muy escuetamente un calzoncillo con cribo, como de fiesta se diría, dada la profusión de bordado que lo calaba. Se lo había cedido la Carmela, genuinamente conmovida por aquellos calores entre lanas que tenía que soportar el esquilero de mejores mentas en cinco partidos, como que nunca había largado un chancho, según suele decirse. Ella ya no quería para nada aquella prenda de cuando había gauchos (si es que alguna vez los hubo, mascullaba), allá en el siglo de los grandes hombres y de una miseria que humillaba con más misericordia. Se le había muerto el Rubén en una atropellada, creía ella, aunque ya estuviera muerto después de clavar la espuela. Se había quedado sola en aquel puesto apartado, en el campo de don Raúl Fuentemadre, del que no había salido sino para hacerse ver de las matrices por la bruja Ambrosia, que le sanó la hemorragia con infusión de pluma de avestruz tostada, después de haber malparido a su sietemesino. Sus días eran y sus noches como un rosario de afrentas del destino. Pero ya estaba acostumbrada. Alzó la mano de lapacho del mortero y se dispuso a pisar el maíz, con la mirada tendida sobre la capa de mugre del rebaño, hasta topar con aquel cristo detenido bajo el chorro solar y el taparrabos de encaje que no alcanzaba a esconderle las verguenzas, pues la puntilla no ha sido concebida para misión de tapadera. Las antepiernas calvas de pantorrilla de perro, macilentas y combadas, sin enjundia, dejaban caer el sudor con su pegote de lanas sobre las alpargatas desflecadas, grises ya de puro viejas, como si tuvieran canas. No percibió la Carmela si la presencia del hombre aquél casi en pelota despabilaba alguna cosa en sus instintos, más allá del tedio de saberse eterna en la tristeza de los días, entre balidos, mugidos y ladridos y los cantares del gallo tuerto y viejo que en ocasiones ni cantaba, aunque aún pisaba a las gallinas y las dejaba cluecas. Se habían quedado pasmadas sus ansias de hembra humana para cuestiones distintas del hambre de comida y de las miserias de letrina desde la muerte del Rubén. Ahora lo estaba mirando allí parado, chorreando el agua del cuerpo y empeñando la tijera de esquilar, mientras moría otro cordero y los balidos la aturdían más que el calor y el desespero, aligerada ella también de vestido, pues, en calzón y sin enaguas, se había puesto las faldas de percalina blanca y una blusita de lino rosicler sobre los pechos desnudos, todo lo cual, desde un instinto muy maltrecho, la estaba alzando de a poco. Se le hizo que el Sandalio estaba como abombado. "Será por el calor", se dijo. Y llamó: -¡Don Sandalio! Pero el Sandalio no estaba como abombado por los fragores del estío, sino por un sueño que había tenido aquella misma noche y con cuyo recuerdo lacerante no sabía bien qué hacer. Salió del estupor muy lentamente y se pasó el antebrazo por la frente inundada, sin dejar la tijera de la diestra ni el mamoncito recién muerto de soponcio que mantenía en vilocon la izquierda. Pensó que en el infierno también se comería y que sería un pecado no desangrarlo ya mismo, aunque más no fuera que para hacerlo charque. Lo levantó cuanto pudo y se lo mostró a la Carmela. -Para tasajo, vea doña... –dijo después, con la intención de que fuera ella quien lo degollara, lo salara y lo pusiera a secar bajo aquel sol maldecido, repartiéndolo más luego entre los dos. Aunque sabía muy bien que era preciso que el capataz lo viera muerto, con el vellón y sin sangre, en el control de la oración. Se fue acercando a la mujer, que bizqueaba bajo el alero de la casa, a causa del sudor que le inundaba los ojos y los pechos y le dijo: -Yo se lo explico a don Méndez. –El Sandalio Arrighi podía concederse esa bravata. -Se van a morir todas si no se apura –dijo la Carmela, levantando el mamón con ambas manos y entrando en la cocina para buscar la cuchilla de carnear. -Que se mueran –replicó sin convicción Sandalio, mientras se preguntaba qué serían los sueños del verano, si no serían cosas de fiebre como las viruelas, señales de mal augurio u otras rarezas de la gente humana. Desde la primera noche de comenzada la esquila, el Sandalio Arrughi había dispuesto unos pellones bajo el alero del galpón que recibía mejor sombra de las casuarinas y sobre ellos había desplegado la sudadera de loneta del recado. Mateaba largo sentado sobre un tronco hasta que el sueño lo podía. Recién entonces se acostaba desnudo sobre aquel lecho de friolera, colgando el canzoncillo de un tirante para orearlo. Dormía desnudo pero a salvo del sereno y sin peligro –creía- de espantar a la Carmela, que se encerraba en la casa bajo tranca y no salía hacia el retrete hasta bien entrada la mañana, como a eso de las siete, cuando arreciaban los balidos y se echaban a dormir los perros de majada sobre la tierra cavada con las manos en busca de frescor. Ignoraba el Sandalio que en las noches de luna, la mujer solía abrir la ventana para reconvenir a su finado con mayor soltura por haberse fugado con la muerte, como si el rayo de plata de la luz facilitara las palabras y las lágrimas. Se santiguó y cerró el postigo de un golpe la vez primera que lo vio, acostado y dormido bajo el alero, con los piecitos encimados igual que el Salvador, pero en pelota completa, como se sabe decir. Y le corrió como una especie de ternura caliente entre los muslos, que la volvía a atacar cada vez que lo veía. Acostumbraba el Sandalio, sin voluntad de hacerlo, como en un acto reflejo, a desgranar dos padrenuestros y dos avemarías y evocar la imagen ya confusa de una mujer a quien creyera amar algunos años atrás y que se fuera enancada en la chatita de un frutero del pueblo, dejándolo con las tijeras abiertas como fauces, de puro desconcierto. Así fue como la noche de la víspera, mientras Carmela lo espiaba, el Sandalio Arrughi, hombre de ley y esquilador de prestigio, soñó que era penetrado. Desparramada generosamente sobre la fetidez de sus colchones centenarios, la bruja Ambrosia levantó un dedo coronado por una larga uña de mandarín, sucia de mugres de otros siglos y de otros mundos tal vez, y haciendo ondear los pellejos colgantes como gavias de su pescuezo de gran rana, dijo: -¡Dentrá nomás Sandalito... No te quedés con el afán! Tanteaba con la punta del pie aquella penumbra, sólo rasgada por el fulgor de una velita y saturada por nauseabundos vapores provenientes en parte de los orines de los setenta gatos negros que compartían la vida –o lo que fuera aquello- de la milagrera, amén de las emanaciones de los cueros de sapo que colgaban de la pajabrava del rancho y de las pomadas y pociones que reventaban bajo un fuego de brasero, con estrépito de magma de volcanes. -Acomodate ande te guste, m’hijo. Estoy tan gorda que ya no puedo moverme. Vamos a ver...¿qué te anda pasando? El Sandalio Arrughi, con mesuradas palabras, fue relatando las cosas, que eran bastante sencillas, aunque de cuidado. Había sido conchabado por don Raúl Fuentemadre para esquilar sus majadas de setecientas ovejas y cincuenta crías, además de siete carneros corre y dale de la mejor cepa. Pero esta vuelta, como nunca desde que hubiera memoria en su cabeza, se habían soltado unos calores de agobio. Y puesto que no había agarrador, ni curador, ni desvasador, ni envellonador, todo tenía que hacerlo por sí mismo, solo con su alma. Tal vez por eso y por las bofetadas del bochorno fuera siendo que había tenido esos sueños. Porque ha de saberse que el Sandalio Arrughi, durante cinco noches, había tenido el mismo sueño. -¿Pudiste verle la jeta, queridito? –preguntó la Ambrosia. -¿A quién? –se sobresaltó Sandalio. -Al que te la está metiendo, pues –dijo la bruja. -¿Cómo se piensa? –se ofendió Sandalio-. No es más que un sueño... -Vaya a saber...No te confiés. Pa’mí que cosa’el diablo...o de gualicho de mujer. Porque vos sos bien machito ¿no? -¿Qué le parece doña? –replicó, solvente, el Sandalio. -¿Qué querés que te diga, Sandalito?...Se me hace que Mandinga te ha estao culeando. ¿No hay hembra cerca que te codicee? -Hay una señora –dijo el Sandalio. –Pero no me codicea. -¿Y qué sabrás vos, bendito, lo que codicea una mujer cuando anda alzada? -Si es que no anda alzada. -Abrí bien grandes los ojos de la cara, muchacho...¿Qué edad tenés? -Cincuenta y cinco para cincuenta y seis. -Una criatura entuavía. ‘Ta bien. Tomá este pote de infundia de gallina con huevo ‘e sapo. Untate bien el upite antes de echarte. Capaz que el Malo se reconcome. Son tres pesos. Ya estaba a punto de salir de la covacha cuando la Ambrosia lo llamó y le dijo: -Decime un poco, muchacho...¿Te anda gustando la cosa? -¡Qué viá decirle, ‘ña Ambrosia! –replicó el Sandalio. –Si no es más que un sueño.
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