Julio Llinás   

El fervoroso idiota

 

(Capítulo 3)

 

Nous sommes quelques-uns à cette époqueà avoir voulu attenter aux choses, créer en

nous des espaces à la vie, des espaces qui

n’étaient pas et ne semblaient pas devoir

trouver place dans l’espace.

 

Antonin Artaud

 

La casa era un error municipal, además de una de tantas mansiones derrotadas por la carcoma del tiempo y el desamor de los hombres.

Su propietario no podía demolerla y construir en su lugar uno de esos adefesios de la arquitectura masoquista, por oscuras razones de catastro o de prohibiciones urbanísticas o porque estaba destinada a ser el escenario de múltiples proezas vinculadas con las cuestiones del arte y la poesía, del sexo, del dolor, de la tragedia, del amor y hasta, tal vez, de la magia.

Rogelio Polesello y yo decidimos alquilarla una tarde en la que el tedio de la espera (siempre se estaba esperando en Medium) se tornó casi insoportable.

Sucia y ruinosa, flanqueada por mansiones elegantes y burguesas, ubicada en lo alto de la barranca de Federico Lacroze en el Belgrano señorial, todo era desesperante y bello en ella: los cielos rasos llovidos, los sombríos entrepisos, los empapelados colgantes, la gran escalera de vieja y noble caoba, algunos de cuyos balaustres faltaban, igual que dientes en una cara anciana, y sus peldaños gastados por vagos pasos perdidos.

Para su propietario, el enorme señor con forma de huso, Heriberto Morricone, alquilàrnosla a nosotros resultó ser uno de los hechos de mayor relevancia en su existencia de gran gusano viscoso. No sólo obtuvo el alquiler que pretendía, con la garantía de puño y letra del joven y poderoso empresario Guido Di Tella, que era sensible a las artes y persona de mi trato, sino también una idea, una vaga aproximaciòn a seres cuyas desventuras y venturas jamás hubiera imaginado y que habrían de trastornar su concepción del mundo, enquistada detrás de grandes paquetes de dinero amarillento.

Una vez adueñados de los dos mejores cuartos, Rogelio y yo decidimos subalquilar los demás. Así fue como la casa se fue poblando paulatinamente, fatalmente, de gente que no era buscada ni escogida por nosotrops, la gente del azar.

Habìamos estipulado un alquiler razonable para cuarto, para cada tugurio y hasta para un baño de servicio que se encontraba en el entrepiso y que, convenientemente acondicionado, habìamos convertido en garçonnière. Se lo alquilamos de inmediato a Perlita Carabonni, una muñeca rubia y llamativa, que formaba parte de las hordas del Instituto Di Tella en su condición de bailarina "moderna" y que se recluìa en su interior con un amante inagotable y automático llamado Woodie, llegando a permanecer días enteros sin dar señales de vida, como suele decirse. La voz había corrido por los ambientes del Instituto y del Bar Baro (antro de moda por entonces entre artistas y escritores) y, de tanto en tanto, aparecía algún candidato indeciso, ya fuera por el peculio, por la ubicación, alejada del ojo de la tormenta, o simplemente porque no estaba en su destino formar parte de la cofradía abigarrada que habría de formarse.

El primero en ingresar fue Vittorio Minardi, a quien ni Rogelio ni yo habíamos visto nunca. Apareció en una de esas tardes de lluvia en las que la casa se convertía, para mí, en un templo de la melancolía y, para ciertas mujeres -como la joven estudiante de filosofía que lo acompañaba- en el nec plus ultra de la sensualidad. Vittorio era un filósofo de izquierda, italiano, que hablaba perfectamente el español, con un refinado acento. Había trabajado de camarero en Buenos Aires y se había especializado en la relación Hegel-Marx (de la mano de Gramsci, su gurú). Pronto percibí que tenía una inteligencia superior y que ése, más que sus conocimientos, era su signo distintivo. Tendría unos treinta y cinco años y la muchacha, que bebía sus palabras como un agua fresca, no superaba los veinte.

Al ingresar en mi cuarto, todo los impresionó considerablemente, desde las bibliotecas, hasta la piel de yaguareté cuya cabeza embalsamada los amenazaba desde el piso con las fauces abiertas y los ojos despidiendo llamaradas de vidrio. Las esculturas de Luis Wells se acordaban magníficamente con el espíritu del lugar y una de ellas -probablemente la mejor obra realizada por el artista en toda su vida- colgaba de una pared con autoridad vibrante. Huacos peruanos, artesanías populares y otros objetos a los que soy aficionado, completaban un clima que Vittorio hizo suyo de inmediato.

Hablamos mucho aquella tarde. Vittorio despertaba en mí deseos de decir cosas destinadas a ser escritas y luego desechadas, más que habladas. Nos escuchábamos atentamente y creo que fue entonces cuando nos hicimos amigos. Escogió un pequeño cuarto de la planta baja, que daba sobre el vestíbulo y que estaba separado del mío por la puerta de entrada de la casa. Viviría allí él solo ya que no era hombre de compartir su lecho por más de una jornada. Por otra parte, la muchacha era "sólo una amiga", extraída de la zona universitaria de Viamonte y San Martín, con sus libros bajo el brazo, y tenía un novio conflictivo, respecto del cual Vittorio le endilgaba largos sermones. Claro está que se acostaba con ella de tanto en tanto, pero eso, como suele ser frecuente, era tan sólo un canto al amor y a la libertad, y no una fatigosa relación cargada de demandas y rencores. Él había estado casado una semana y lo sabía todo al respecto.

Vittorio se mudó al día siguiente. Llevó una cama, una mesa, una silla, un armario, una plancha y decenas de libros. Su vestuario se componía de dos camisas, una corbata, un pantalón de sarga gris, un blazer azul marino, un impermeable, un jean y un par de zapatos.

Fiorella Valentino fue la siguiente en llegar. Era una joven morena de origen italiano y un rostro intenso y trágico, de ojos lascivos, que parecían miopes pero que no lo eran, un rostro evocador del de la actriz Ana Magnani en su juventud. Delgada y flexible, su cuerpo era perfecto. Estaba llena de talentos; era bailarina y pintora y parecía estar particularmente señalada por el dedo de la desventura. Había aparecido por la casa en compañía de su madre, una señora italiana alta y trastornada, modestamente vestida de negro de la cabeza a los pies, que justificaba su presencia expresando las agraviantes opiniones que le merecíamos tanto nosotros como su propia hija, que tendría unos veinticuatro años. La señora gruñía sus dislates a voz en cuello y con la mirada puesta en el infinito, como suelen hacerlo los dementes en los parques públicos.

En un momento dado, Fiorella me lanzó una fugaz mirada de desesperación. Imaginé su vida en compañía de aquella mujer y decidí ayudarla. Ignoraba en ese momento, que su tormento era mayor aún, puesto que tenía un hermano loco que solía escapar del manicomio con intenciones de violarla, cosa que ya había hecho varias veces, según habría de narrarnos Fiorella tiempo después.

Las hice pasar a mi escritorio, lo que impresionó grandemente a la dama, que interrumpió su pandemónium y se puso a observarlo todo con curiosidad. Se detuvo ante el retrato al óleo de mi abuelo militar y esa visión pareció generar en su espíritu una considerable confianza y hasta cierto respeto, ya que comenzó a llamarme dottore. Las hice sentar y les ofrecí café y anís. Luego, mirando fijamente a Rogelio que tenía la cabeza rapada, dije:

-Esta es una casa seria, Señora. Aquí los varones no llevan el pelo largo. Curiosamente, esa fue la frase que pareció convencerla. Que los varones no llevaran el pelo largo era un síntoma claro de decencia. La aparición de Vittorio, que era totalmente calvo y que tenía modos de jesuita, terminó de persuadirla, particularmente cuando se puso a hablar con ella en italiano.

Así ingresó Fiorella Valentino en aquella naciente y contradictoria comunidad, tras considerarme su "protector" de por vida, impuesta condición que hubo de acarrearme algún trastorno, aun mucho después de disolverse Lacroze, como todo el mundo empezó a llamar a la casa.

Fiorella resultó ser una de esas mujeres cuyo ideal es tener un solo hombre pero a quienes una sed metafísica de amor suele llevar a los bordes mismos de la promiscuidad, para expresarlo con cierta compostura. Al poco tiempo, al margen de sus acoples frenéticos y fugaces con el amante de turno (aunque ella los concibiera siempre para toda la vida), había tenido negocio carnal con casi todos nosotros y, en momentos de gran inspiración, hasta con dos a la vez. Era una muchacha de un corazón de oro y un desparpajo incomparable, que se hacía querer por todo el mundo.

Algo semejante, aunque de otro cuño, ocurría con la María Angélica, que había llegado a la mansión como doméstica de una joven señora divorciada que se decía pintora y a la cual Rogelio, dando evidencia de una gran capacidad para el error, había alquilado dos pequeños tugurios en el entrepiso. La dama tenía dos niños, a todas luces incompatibles con el lugar, con el entorno y hasta con ella misma y, tras unos meses de fastidiarnos día y noche, se escabulló con los críos, dejándonos como pago de sus alquileres atrasados a la María Angélica, natural de Santiago del Estero y cuya verdadera profesión resultó ser la más antigua del mundo, como suelen decir los periodistas.

No olvidaré sus idas y venidas nocturnas, seguida por cadavéricos clientes, a quienes sorbía velozmente los espermas, los dineros y hasta las ganas de vivir, se me ocurría. O, por lo menos, la avidez por hembra fácil y venal.

La María Angélica tenía un cuerpo de voluminosa y zafia voluptuosidad y había perdido algunos dientes. Muy pronto pasó a ser parte indeclinable de la comunidad, tal vez a causa de la buena costumbre de amasar las empanadas con mano de hada lasciva y de financiar de su cartera los maratónicos asados de los domingos, con el vino incluído. Aunque la razón fundamental de su permanencia entre nosotros, respondía más que nada a nuestro respeto y consideración por su oficio, sin contar, claro está, la comodidad de disponer de una hetaira complaciente, sin oblación de emolumentos, a cualquier hora del día.

Resultaban acogedoras y cálidas en las noches de invierno, las veladas en la gran cocina tapizada de pringue, donde nos apiñábamos para sorber nuestra ginebra, fumar nuestros tabacos y escuchar las narraciones de la María Angélica, con su colorida verba de lumpen y su adjetivación carcelaria, cuando describía con minucia tal vez exagerada para darnos gusto, las preferencias y manías de sus parroquianos policiales.

En todo caso, la cocina era nuestro lugar de reunión y de intercambio de noticias y pensamientos. Era frecuente que algún personaje distinguido, generalmente un coleccionista visitante del taller de Polesello, se sumara a aquellas tertulias, en cuyo caso debía hacerlo en absoluta paridad social con la María Angélica, cualquiera que fuese el grado de disgusto que la cuestión le produjera. Sin embargo, nunca ocurrió ningún suceso enojoso sino que, por el contrario, el participar de las reuniones en la cocina, pasó a ser un raro privilegio para la gente de extramuros. Y la María Angélica comenzó a cobrar un sesgo mítico.

En realidad, por extraño que parezca, "ser de Lacroze" comportaba un considerable prestigio, no sólo entre las gentes del Di Tella u otros artistas y escritores, sino entre los profesionales o comerciantes o empresarios convencionales y burgueses, para quienes Lacroze representaba una manera simultáneamente seductora y temible de participar de la segunda edición de los años locos. Esto era así a pesar de que allí no ocurriera nada particularmente escandaloso o censurable.

Si bien es cierto que algunas hijas del tedio concurrían con cualquier excusa en busca de indiscriminadas aventuras, ocurría que, a poco de estar allí, se morigeraban y sus requerimientos cambiaban de tenor. De más está decir que lo mismo ocurría con los caballeros que algunas veces llegaban a las siete de la tarde enarbolando una botella de whisky escocés y un paquetito de piscolabis delicados, aunque sus frustraciones sexuales eran inevitables. Estaba convenido y decretado que la María Angélica se abstendría de reclutar un cliente entre los visitantes, aunque ese fuera el reclamo. Y lo cumplía a rajatabla. En una ocasión, un ejecutivo que concurría a unas lecciones que yo daba los viernes por la noche, se presentó en Lacroze un lunes por la tarde, con la consabida botella.

-Gracias -le dijo muy seria María Angélica, que era la única presente, negándose a compartir el licor con él. -La puede dejar si quiere, para los niños. Con inteligencia perversa, no había querido abandonar su aparente status de mucama y nos llamaba "niños". "Niño Vittorio", "niño Rogelio".

Pero el ejecutivo, que estaba muy desconcertado, se instaló en la cocina, destapó la botella y se puso a beber solo. Cuando llegó Rogelio, seguía estando solo, aunque borracho como una cuba. Poco después llegué yo y, entre los dos, lo subimos al primer piso y lo pusimos en un baño, que los muchachos habían clausurado como tal, para convertirlo en espacio de arte, algo que, tres décadas más tarde, el pos-modernismo habría de definir como una instalación.

Para mí, Lacroze era un oasis, un mundo aparte en el que todo podía hacerse con naturalidad: cantar, bailar, leer, reír, escribir, pintar, componer música, fornicar, declamar, seducir, llorar, sufrir. Era una especie de templo, donde quien ingresaba quedaba inmediatamente señalado. No era necesario requisito alguno, ni cultural ni profesional ni económico. El destino se encargaba de amparar y, llegado el caso, de expulsar a las personas.

Nunca supe a ciencia cierta a qué podía deberse ese portento. Llegué a pensar en la existencia de un raro código que convertía a aquella casa en el cobijo de una sociedad distinta, no muy lejana de ciertas idealizaciones y utopías de los hombres de afuera.

Lacroze era un mundo libre y acaso, feliz.

Al terminar una jornada en la Agencia, o donde fuere, como reclamado por la seducción de un gran vicio, yo corría a la casa.

No se trataba de que allí no sucedieran las mismas cosas que en el mundo exterior, sino, tal vez, de que sucedían de otro modo, de que era un lugar mágico, donde nos relacionábamos sin falsedades, donde éramos todos iguales, siendo muy distintos. Y donde disfrutábamos de ello.

Esto me resulta muy claro ahora, a la distancia, después de tantos años de dichas y pesares. La casa sigue existiendo, amputada de su jardín salvaje y sin cuidados. Las fauces del progreso la han ido devorando con lentitud, la han ridiculizado, pintándola pretenciosamente, poniéndole un risible jardincito de chalet, la han convertido en colegio, en oficinas, en salón de ventas.

Cada vez que paso por delante, cosa que ocurre raramente, me detengo un instante frente a ella y lo que veo no es lo que todos ven. Veo el mismo caserón ruinoso de hace treinta años, con su grandeza decadente y su secreta belleza de gran hembra, bajo cuyas faldas de sueño, un grupo abigarrado de personas vivió una década unido por algo más grande y misterioso que la amistad o el amor y que tal vez no sea otra cosa que la libertad compartida, la limpieza de corazón.

 

 

 

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