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Fiat Lux Segunda edición: Madrid, 2000 (1º ed. en España)
(Fragmento)
El Campesino
A mi semejanza y la de otros tantos millones de indivíduos, uno de los mayores mitos populares de la guerra civil española, cuya valentía, hazañas y crueldades yo había oído relatar docenas de veces a mi padre y a mis tíos durante mi infancia en Buenos Aires, residía en París.Se trataba del general Valentín González, popular y vastamente conocido como El Campesino, así llamado porque no había sido otra cosa, literalmente. Para mí, su nombre y su figura brumosa sólo formaban parte de un imaginario infantil, más de ensoñaciones que de remembranzas. (Un parloteo de sobremesa entre mis tíos y mi padre). Cuando se es muy joven, una década es como un siglo. Yo había olvidado por completo la existencia del general González. Después de cenar a las siete de la tarde en un comedor de estudiantes de la rue des Beaux Arts, solía dar un paseo por el boulevard Saint-Germain, ya hiciera frío o calor, y recalar en el Old Navy, que era por entonces el café de moda de las clases bajas intelectuales, artísticas y literarias y donde, sobre todo, era posible evitar la presencia de los existencialistas y sus mujeres malolientes, despeinadas y con las caras pintadas de blanco y los ojos orlados de negro. Ellas se posaban como mariposas nocturnas en la mirada bizca y seductora de su pequeño y brillante patriarca, en otro café de las inmediaciones al que habían sido desplazados, no tanto por imperio de supuestas dudas filosóficas entre existencia y esencia por parte de los propietarios del Old Navy, cuanto por el constante y azufroso malhumor que les producía el hecho de que, con bizco o sin él, el reducto ya no fuera rentable. Era una de esas tardes desapacibles de invierno cuando me llegué hasta el café. Antesde entrar, en pleno bulevar, me llamó la atención una discusión en castellano. Era un pequeño grupo apiñado alrededor de dos personajes principales. Todos contemplaban tranquilamente la escena, repetida hasta el cansancio, en la que uno de los actores, mucho más joven que el otro, sin inmutarse gran cosa, recibía infamantes bofetadas, ligeramente espaciadas entre sí. -¿Porqué no te callas? –decía el hombre de más edad, cuyo zafio aspecto era el de un changador de estación ferroviaria. De mediana talla y fuerte contextura, con sus enormes manos callosas de trabajador rural, el rostro surcado por profundas arrugas, de no ser por su escalofriante mirada de águila al acecho, hubiera parecido un paisano gallego de principios del siglo XIX. Tenía la bragueta de sus enormes pantalones totalmente abierta, no por razones de exhibicionismo paidofílico sino, según hube de enterarme luego, para tener a mano las dos pistolas Colt .45 que llevaba amarradas a los muslos, sin perjuicio de la Luger que reposaba con tibieza casi cariñosa en su fragante sobaco. -¿No ves que todo el mundo está callao? –repetía. Y anda, con otra bofetada. -Tú no me harás callar, por más Campesino que seas –replicaba el otro. –Y una nueva bofetada estallaba en su vejada y ardiente mejilla. Me llamó la atención que entre los presentes, algunos de los cuales eran conocidos míos, no hubiera nadie que hiciera nada ni dijera algo así como: -Bueno hombre, que ya está bien. Cansado de dar bofetadas, el hombre maduro ordenó de muy mal grado y sin dirigirse a nadie en especial: -¡Irse! La concurrencia se desbandó casi por completo y el hombre maduro se quedó en compañía de dos enormes jóvenes negros, bastante mal entrazados. A unos pocos pasos quedamos el indio-maracucho-pintor venezolano Celestino Abreu y yo, mientras el hombre maduro hablaba quedamente con los jóvenes que, según supe después, eran dos cubanos de su entorno. -¿Quién este monstruo? –le pregunté a Abreu. -Cooooño, chico, ¿no lo sabes? Es el general Campesino, el héroe de la guerra civil española. El Campesino se acercó a mí, que iba ridículamente vestido con una estrepitosa canadienne a cuadros marrones y amarillos, trocada a un amigo por un libro de dibujos de García Lorca, y que me convertía en un blanco perfecto a doscientos metros de distancia, y me preguntó: -¿Y tú qué haces en París? No se me ocurrió nada mejor que replicar: -Soy escritor. –Me midió un instante con los ojos entrecerrados y, con cierta amabilidad, dijo: -Yo también soy escritor. –Luego, señalando la iglesia de Saint-Germain-desPrés y dirigiéndose a Abreu, susurró: -Cuando salga ese cabrón, le dices que me fui pa’allá. –Y partió con sus cubanos en dirección contraria. Al poco tiempo salió el abofeteado, que también era cubano y nos preguntó a Abreu y a mí: -¿Para qué lado se ha ido el vieho? –Abreu señaló hacia la iglesia, como se le había ordenado. El cubano partió en dirección contraria. -No, no...-dije yo, con intenciones de salvarlo de algo terrible. –Se fue justamente para ese lado. -¿Qué tú dices, chico? –replicó el cubano. –No comas mierda. ¿O quieres que me maten hoy mismo? –Y partió en dirección al bulevar Saint-Michel, la verdadera boca del lobo. -No soy chivato –dijo Abreu. –Y no quiero líos con el vieho. Entramos en el Old Navy y nos sentamos a la mesa del señor Burón, un catalán exiliado, que era ciclista de la embajada argentina y que había combatido en la brigada del Campesino. Yo era telefonista de la embajada y lo conocía bastante. El señor Burón era un hombre de una inteligencia y una cultura apasionantes, aunque su aspecto no fuera menos zafio que el del general González. Estaba escribiendo un guión de cine sobre la guerra civil española y no lograba terminarlo nunca, entre otras razones porque, para él, la guerra no terminaría hasta la muerte de Franco. Era inimaginable que aquel hombre saliera por París todos los días a las seis de la mañana, ya fuera en verano o en invierno –a veces con veinte grados bajo cero- en su destartalada bicicleta, a repartir por los ministerios y embajadas el lamentable boletín de noticias argentinas que recibía secretamente por radio todas las noches desde la cancillería, el sargento Cauda, conmilitón de la fracción evitista del brigadier Pons Bedoya, y que imprimía de inmediato en un viejo mimeógrafo. Cuando llegó mi café, puse la palma de la mano sobre el filtro para acelerar el pasaje del agua, cosa que hacían todos los parisinos y dije. -Señor Burón, acabo de presenciar una escena muy extraña y muy desagradable. El señor Burón abrió una boca en que las encías asomaban tanto como los dientes y frunció con levedad la narizota de su rojizo rostro. Era su manera de expresar toda la atención de este mundo o, por lo menos, la que su desdén habitual le permitía. -¿Usted conoce al general Campesino? –pregunté. -¿Es una broma? –dijo ligeramente disgustado. -No –repliqué.-Acabo de verlo en el bulevar, abofeteando a un muchacho cubano con toda parsimonia, cada treinta segundos, sin que nadie hiciera nada. Le decía. "¿Porqué no te callas? ¿No ves que todo el mundo está callado?" Y paf...otra bofetada. -Pues mire usted...conozco tan bien al Campesino como que serví en su brigada. Era el hombre más valiente y más cruel que pueda imaginarse. Y le diría que, en la guerra, resulta invalorable un general valiente y cruel. Sé de milicianos que se suicidaban antes de ir a servir bajo su mando. Solía hacer cortar los cojones de los enemigos, ya fuera que estuvieran muertos o moribundos, y ponerlos encima de sus pechos en el campo de batalla. Los alemanes le tenían pánico. De tan bruto que era, resultaba un brillante estratega. Yo lo he visto tomar una posición imposible, un nido de ametralladoras alemán que nos diezmaba, por su cuenta y cargo, con unas pocas granadas de mano en la bolsilla... –Miró hacia la calle como buscándolo y exclamó: -No sabía que anduviera por París. Últimamente se dedicaba a asaltar conventos en provincias, buscando una muchacha que se le había escapado... Era cosa seria el Campesino. Imagínese usted que para que un analfabeto llegue a general... -¿Analfabeto? A mí me dijo que era escritor. -¡Qué va! Mire usted: cuando se perdió la guerra, él escapó a Rusia. Pero al poco tiempo, las cosas allí no le gustaron y comenzó a alborotar. Lo mandaron a Siberia, a pesar de ser quien era. El señor Burón hizo una pausa y ordenó un pastis. Mientras llevaba a cabo la modesta aunque delicada ceremonia de deslizar unas gotas de agua por el vaso, parecía recordar su temporada en el infierno. Súbitamente pensé que tal vez el señor Burón no hubiera sido tan distinto de su general. Bebió unos sorbos del anís y dijo, casi ensoñadoramente: -Para saber lo que fue la guerra civil española, hay que haber estado en el frente... Pero volviendo al Campesino, fue el único hombre en la historia que escapó de Siberia por la estepa, a pie, sin arma alguna, comiendo carne de lobo. Mataba a los lobos abriéndoles las mandíbulas con las manos, hasta partirlas. Dos veces lo atraparon y la tercera logró escapar. El señor Burón estaba como excitado, lo que resultaba extremadamente raro en él. Pidió otro pastis y siguió adelante con su narración. A la mesa no cabía ya ni un alfiler, puesto que nadie sabía lo que él del general y a todos los latinoamericanos les interesaban sobremanera las historias de alguien a quien veían habitualmente, sin saber bien quién era o quién había sido. Había gente de pie escuchando su relato. Pensé que estaba asistiendo al raro privilegio de conocer aquella historia extraordinaria y escalofriante de primera mano y que mi padre y mis tíos se hubieran deleitado con ella. Una vez escapado de Rusia por la estepa, el Campesino se convirtió, indiscutiblemente en héroe y baluarte del llamado "mundo occidental". Hablaba pestes del comunismo y había sido condenado a muerte por la KGB, que tenía a varios hombres detrás de él. La policía francesa hacía la vista gorda frente a cualquier barbaridad que cometiera, y la CIA lo protegía, aunque sin gran entusiasmo. A partir de sus narraciones, un ghost-writer francés había escrito, firmado por el general, el esperpento titulado Cómo escapé de Rusia, que fue un best-seller de quiosco durante bastante tiempo. De ahí su condescendencia de inter pares para conmigo. Se encontraba el narrador en pleno episodio de los testículos, cuando un vozarrón estremecedor dijo: -Burón, deja ya de hablar mentiras. El mismísimo Campesino estaba allí, frente a aquella concurrida mesa. El señor Burón, sin inmutarse, se puso de pie y le tendió la mano. -Mi general –dijo. –Hacía tanto tiempo... -Me tendrían que oír hablar a mí de este cabrón... –dijo el general. -¿Cómo te ha ido, catalán de mierda? –De inmediato cambió de humor y ordenó: -¡Irse! Los que estaban de pie se esfumaron en el acto y los que estábamos sentados nos levantamos para poner los pies en polvorosa. Metió en mi pecho un índice que parecía una banana de Ecuador y dijo: -Tú no. Tú quédate. ¿De veras eres escritor? Yo colgué la pluma hace rato. ¿Cómo te llamas? Le dije mi nombre y, haciendo una mueca de asco, exclamó: -¡Otro catalán! ¡Vaya mierda! No decías lo mismo en el Ebro, aquel 18 de noviembre, ¿eh mi general? -¿Te acuerdas? –Me miró por un instante y dijo: -Tenía una ráfaga de metralla en una pierna y este marica me ayudó a cruzar a la otra orilla. –Se levantó el pantalón y exhibió una pantorrilla izquierda muy blanca, muy lampiña y muy maltrecha.. –Mira. Resultó ser, en definitiva, que el capitán Mariano Burón había sido ayudante de campo del general Valentín González. Esa tarde aprendí que nunca se sabe con qué hombre se habla, o se riñe, o se tropieza, ni con qué mujer se sueña, o se baila o se fornica. Empezó a ser acostumbrada nuestra tertulia por las noches en el Old Navy. El general estaba habitualmente rodeado de cuatro o cinco hombres y, en cuanto me veía cruzar la puerta de entrada, bramaba su ya clásico ¡irse! Luego, gesticulaba enérgicamente en mi dirección, para que fuera a sentarme con él y no a otra mesa, cosa que no siempre era de mi agrado, ya que a menudo tenía ganas de reunirme con mis amigos, que empezaron a considerarme su rehén. Era auténticamente un campesino, un hombre que amaba la tierra y su labranza, en los términos más primitivos. Jamás hablaba de la guerra ni se envanecía con anécdotas heroicas, con excepción de su declarada intención de invadir España y matar personalmente a Franco. Le complacía que le contara historias del campo argentino, cosa que yo hacía con entusiasmo y devoción. Su cohorte de cubanos nos observaba desde una mesa vecina y todo me hacía suponer que sus miembros me detestaban y que estaban celosos del respeto y el trato extrañamente cordial que me dispensaba y que, por contraste, resultaba francamente agraviante para ellos. Tan sólo el señor Burón, con sus encías-dientes y su sonrisa despectiva y ondulada, se sentaba con nosotros a la mesa, la raras veces en que concurría al Old Navy. Yo había tomado la costumbre de no faltar a las reuniones y, claro está, había ocasiones en que el Campesino no se hacía presente. En esos casos, me sentaba junto a mis amigos, algunos de los cuales eran compatriotas de los cubanos del general y conocían jugosos entretelones. Fue uno de ellos quien nos narró la historia de las actividades del héroe y su organización internacional de asesinatos, perfectamente aceitada y cuyos principios eran de una sombrosa simplicidad: -Por ehemplo, chico, si yo te mato a ti, me descubren tarde o temprano, porque existe una liaison, ¿ves tú?, una connection, por mínima que sea, aunque no nos hayamos hablado nunca. (Intercalaba palabras en francés y en inglés). Pero si yo mato, digamos, al señor John Duncan que vive en Londres y que ni siquiera sé quién es, jamás me descubrirán. No hay ninguna conexión de ningún tipo y además, es el trabajo más simple del mundo. Y esos comemierda que lo hacen, son especialistas. Si fallaran o si cantaran, tendrían que vérselas con el Campesino, que es el jefe de esa vaina y está protegido por la Sureté. -¿Y cuánto cobran por muerto? –preguntó el indio Abreu. -Han llegado a cobrar más de cincuenta mil... -¿Cincuenta mil francos? -¡No comas mierda, chico!... Cincuenta mil dólares. -¡Cooooño! –exclamó el venezolano. -¿Vas tú viendo, chico? –prosiguió el cubano. –Pero desde hace meses el Campesino se dedica nada más que a asaltar conventos, buscando a una muchacha que lo tiene loco, caraho Aunque parece que ahora encontró otra que le gusta más.
Mis días y mis noches transcurrían así, apaciblemente, como los de una dulce abuela de cabellos blancos, entre vagos, estudiantes y asesinos... Hasta una tarde en que tocaron a la puerta. Eran dos estudiantes argentinos de mi facultad y estaban muy nerviosos. -Mirá, nos enteramos de que sos amigo del Campesino... -Bueno, lo conozco bastante pero amigo no soy. -A una compatriota nuestra le dijeron los cubanos que sos el tipo que más influencia tiene sobre él. -No lo creo, pero ¿cuál es el problema? Estaban muy nerviosos y asustados. -Bueno, mirá. La chica se llama Elba Gaspar y está con nosotros en los cursos de civilización francesa. Hace unos dos meses estábamos almorzando en el Julien con ella y otros compañeros y entró el Campesino con sus gorilas. Se sentaron a una mesa bastante alejada de la nuestra. Aunque no es una belleza, el Campesino la miraba insistentemente. Andá a saber qué locura le habrá dado. Al rato vienen dos gorilas con acento cubano y le dicen: -Oye tú, señorita...El general Campesino te invita a tomar champaña a su mesa. –Elba estaba aterrorizada por el aspecto de los tipos, aunque ninguno de nosotros sabía quiénes eran ellos ni el General Campesino. -No gracias –dijo Elba. Estoy ocupada con mis amigos. Los tipos se retiraron y volvieron a la mesa del jefe. Al poco tiempo, pagaron y empezaron a abandonar el restaurant, pero al pasar por nuestra mesa, dos de ellos levantaron a Elba en vilo y se la llevaron. Ya sabemos cómo son los franceses. Nadie dijo ni hizo nada. Yo salí corriendo y gritando tras sus pasos, pero uno se dio vuelta y me apuntó con una pistola. En la esquina había dos gendarmes. Mis amigos y yo les contamos lo sucedido. "¿Le Campesino?", dijo uno de ellos. "Vaya a la comisaría y haga la denuncia. Nosotros no podemos hacer nada". -Carajo- dije yo. –Tomemos un coñac. Es muy jodida la cosa. Más jodida de lo que se imaginan. Serví unas copas de Courvoisier, que fueron febrilmente apuradas. -Elba se le escapó, pero él volvió a encontrarla –prosiguió el narrador. –Nos dijo que el tipo estaba loco por ella y que quería ponerle un apartamento. Ella había hecho la denuncia hasta en la Embajada Argentina y le habían contestado que no se podía hacer nada: el Campesino era intocable. Está a punto de suicidarse la pobre mina. Además dice que es un monstruo y que le tiene asco. Fue entonces cuando le hablaron de vos y de tu amistad con él. Serví tres copas más de coñac y todos quedamos en silencio. Esas eran las cosas que me pasaban a mí. Tenía poco más de veinte años, pero ya sabía que esas eran las cosas que me pasaban a mí. Y que, si salía bien de esa, me seguirían pasando. Yo no era Mandrake ni el Príncipe Valiente, pero tal vez fuera la única persona en París capaz de rescatar a esa muchacha de su pesadilla. -Ya veré qué puedo hacer –dije, con verdaderas ganas de morir en el acto. -Por favor, te lo pedimos por favor. Es una gran chica. En cuanto se fueron, me serví otra copa de cognac. Eran las siete de la tarde, hora de cenar en el comedor estudiantil. Me pregunté si convendría comentar el asunto con algún amigo y me respondí que no, que hubiera sido grotesco y, sobre todo, inútil. Maldije la noche en que me detuve frente al Old Navy para presenciar el rosario aquél de bofetadas. Maldije la respuesta que le diera al general cuando me preguntó qué hacía. Lo maldije a él y me maldije a mí mismo. Abrí mi viejo baúl familiar forrado en pergamino y busqué una ridícula pistolita Browning del 6.35 que le había comprado a un enorme atleta de origen alemán, arrojador de martillo, cuando yo tenía quince años y era un mediocre velocista. Allí estaba, reluciente y negra, con una cacha ligeramente carcomida por sabe Dios qué fuegos y la fragancia de la muerte adormecida. Metí la pistolita en el bolsillo de la canadienne a cuadros y salí rumbo al comedor, que quedaba a cuatrocientos metros. Recibí la bazofia habitual en la bandeja metálica, saqué unos trozos de pan del canasto de mimbre y me senté a una mesa, bien alejado de mis compañeros y amigos. No comí más que unas fofas papas a medio freir, un diminuto trozo de camembert con pan y bebí un cuarto litro de vino de Argelia. Luego salí al frío de la noche y empecé a caminar hacia el Old Navy. Había empezado a nevar. Todo aquello era tan ridículo y dramático como yo mismo, pero lo más ridículo, estúpido y conmovedor, era la pistolita Browning 6.35 que le había comprado a un tirador de martillo de origen alemán, con el único e ignorado objeto de amedrentar al general Campesino unos años más tarde. Abrí la puerta y entré. El paisaje, para cualquier otro mortal, era seguramente el de siempre. Pero para mí, era el Jardín de las Hespérides, con el dragón sentado a una mesa y rodeado de cubanos, que expulsó de inmediato con su bocanada de fuego. Aferré la pistolita Browning dentro del bolsillo para darme ánimo y, como Hércules, me dispuse a enfrentar al monstruo. Pero, a diferencia de Hércules, me senté a la mesa y pedí un Pernod. Entre los coñacs, el vino y el anís, las cien cabezas del Campesino empezaron a confundirse en mi mente con el pánico y el sentido del ridículo. -A ti te pasa algo –dijo por fin el general. -Es verdad –repliqué yo, con súbito coraje. Puso sus enormes manos sobre la mesa, como previendo la posible necesidad de destrozarme y, secamente, bramó: -¡Pues habla, coño! -Me pasa que usted se ha encaprichado con Elba Gaspar, que es mi novia, y me la quiere quitar. Nunca olvidaré ese momento. Entrecerró los ojos tan sólo por un instante y en ese instante rodaron los dados de mi vida. -Está bien –dijo luego de un tiempo, que para mí no fue menos de un siglo. Levantó las manos de la mesa, hizo crepitar las falanges de los dedos y con una voz cavernosa y estremecedora, susurró: -Vete.
Elba Gaspar era una de esas mujeres que, siendo más bien pasables, a mí no me atraían. Me disgustaban sus manos, sus ojos, su voz, sus piernas y hasta su olor. Su gratitud era muy grande y me vi obligado –en función de un dinero inesperado que ella había recibido de Buenos Aires, y de mi posesión de una gran motocicleta- a aceptar su plan para pasar un fin de semana juntos en la costa, a pesar de ser invierno y de hacer un frío polar. La primera noche transcurrió en Honfleur, donde alquilamos, como era de práctica en la época, un antiguo cuarto amueblado en una casa burguesa de familia, entre retratos de antepasados (severos caballeros de grandes bigotes y encorsetadas damas, de bigotes algo menos imponentes). Había una pomposa cama con baldaquín, demasiado corta para mí. Tuve que acostarme atravesado en ella, para dormir un poco y poder conducir la motocicleta por el macadam congelado al día siguiente. Elba se tendió en el piso, pues no quedaba otro remedio y, lo que aun restaba de su gratitud, lo hacía posible. Eran tantos los inconvenientes, los desacuerdos y la ausencia de ilusiones, que ese fin de semana fue una pesadilla para ambos. Nuestras relaciones terminaron cuando regresamos a París. Ella jamás volvió a ser molestada y yo nunca volví a verla. Como es lógico suponer, mis incursiones al Old Navy llegaron prudentemente a su fin y, con mis amigos, empezamos a Frecuentar el Flore.
Un mediodía de verano estaba almorzando alegremente en el Julien en compañía de una bella amiga argentina cuando vi entrar al restaurant al Campesino con su macabra banda de ciboneyes. Estábamos sentados al lado de la vidriera y de inmediato aparté la mirada de la pequeña comitiva, como interesándome vivamente en el bullicio de la calle. El general y sus acompañantes se sentaron a una mesa del fondo, muy alejada de la nuestra. Estábamos, mi amiga y yo, gozando de una de esas gratas sobremesas con pronósticos eróticos, cuando el Campesino, que ya se retiraba, se me acercó y me dijo de muy mala manera: -Cuando me ves... me saludas... -¿Quién es? –preguntó mi amiga. -Nadie -dije yo.
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