¿El misterio del cosmos? / 134

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Dos hechos que han marcado la historia de la humanidad ocurrieron hace 30 años: el viaje a la Luna y la cruel e inhumana guerra de Vietnam. Lo que es un avance técnico positivo y lo contrario, unen lo mejor con lo peor.

Los hombres somos así. Aquella noche del verano de 1969, 800 millones de personas estábamos pegados al televisor para contemplar la maravilla de los tres astronautas alunizando por primera vez en la historia humana. Algo que parecía una fantasía del novelista Julio Verne ocurrió con precisión matemática. El ingenio humano pudo realizar ese sueño literario. En 1669, 300 años antes de ese suceso estelar inaudito, se habían publicado las Pensées, de monsieur de Pascal, físico, matemático y filósofo cristiano, que había muerto hacía cinco años y se había enfrentado con admiración a ese espacio interestelar. Asombro, espanto y sensación de pequeñez le producía la simple consideración de «los espacios infinitos» y «el silencio eterno» que creía contemplar ante esa inmensidad que desbordaba su dimensión terrestre. Pero después de los frecuentes viajes sidéreos realizados, ¿qué impresión nos produce aquella conquista? Sin duda, curiosidad al contemplar lo que parecía inaudito, y sensación de triunfo de nuestra técnica del siglo XX; y de la cual olvidábamos la parte triste que ocurría por esa misma técnica en otras tierras de nuestro planeta. La visión cósmica asombrada de Pascal estaba teñida de reacciones religiosas ante el contacto con lo que parecía infinito, y sólo era ilimitado, según demostró Einstein. La misma impresión de Pascal tuvieron algunos astronautas creyentes. Pero cuando los que viajaron a aquellas distancias inauditas no lo eran, se encontraron también confirmados en su no-creencia.

Los prejuicios humanos son tan importantes que nos hacen ver lo que no está delante de nosotros, sino lo que solamente llevamos dentro, y lo proyectamos en lo exterior como si fueran realidades indudables. Por eso podemos ver en la historia del pensamiento humano opiniones para todos los gustos, porque también la filosofía y la intelectualidad se dejan influir por su imaginación, lo mismo que el hombre corriente. Los «ilustrados», por lo general, tuvieron una visión optimista del cosmos: Leibniz, Rousseau y Kant participaron de esa visión. Pero pasaron los años, y después de las dos guerras mundiales en nuestro siglo cambiaron las tornas: el optimismo del progreso indefinido falló, y primero Heidegger y Scheler, y luego Sartre y Jaspers, no vieron el cosmos en esa forma, porque el pesimismo se apoderó de ellos. Lo mismo que les ocurrió a los más famosos literatos como Becket, Camus y Brecht. Igual que les pasó a dos astrofísicos eminentes: De Sitter y Whitrow.

Hoy se mantienen, entre los más importantes científicos, las dos posturas antagónicas. La interpretación del nuevo fenómeno descubierto, el big bang, divide sus opiniones. Unos ven una confirmación religiosa con ese descubrimiento, y los otros no lo ven así. El famoso Fred Hoyle, en los años ochenta, confiesa: «Una interpretación juiciosa de los hechos nos induce a pensar que un superintelecto ha intervenido en la física, la química y la biología, y que en la naturaleza no hay fuerzas ciegas dignas de mención». Y añade Robert Jastrow: En ese momento crucial «se produjo la explosión cósmica y la creación». Algo parecido confiesa el descubridor de la radiación cósmica de fondo, Penzias, o Wehrner von Braun, o el famoso físico Tipler, que cree demostrar la inmortalidad a través de la nueva física matemática. Pero no lo ven tan claro otros pocos, como Hawking o Andrei Linde, que sostienen que «la teoría de la gran explosión no describe el nacimiento del universo», según la revista Investigación y Ciencia.

Para salir de este atasco no hay más que un medio: acudir a una reflexión filosófica serena porque «la filosofía es una excursión al fondo de las cosas: es lo contrario del sentido común», sostenía Ortega y Gasset. Ese sentido común que ya avisó Hegel que era la rutina de lo que se repite por activa y por pasiva, sin ahondar en la realidad hasta el fondo de la misma. Ya es hora entonces de seguir lo que dice el profesor Lledó: «Rescatar a la filosofía del academicismo, de un cientifismo huero, del dogmatismo, de las terminologizaciones seudocientíficas; y entender el mundo para dominarlo y cambiarlo». Por eso han hecho una impagable labor dos científicos -Sokal y Bricmont-, que desvelan crudamente los errores seudocientíficos de muchos pensadores de moda que se han dado en llamar posmodernos, pero no hacen sino admirar con su ignorancia a otros ignorantes.

Quizá el mundo es algo como el Partenón, según Lupasco, que ninguna columna tiene la misma medida, pero el conjunto asimétrico expresa una inmensa belleza. Porque «la teoría del caos descubre que los acontecimientos en apariencia desorganizados e imprevisibles revelan un orden tan sorprendente como profundo», según los astrofísicos Igor y Grishka Bogdanov. La religión también ha solido tener unos soportes intelectuales hoy superados en cosmología, psicología, sociología y filosofía. Si Europa se hizo a partir de la crítica, tenemos que volver a ella y ser cada vez más críticos en todos los terrenos.

Y ese lavado de cerebro es imprescindible. Los que seguimos siendo religiosos con un fuerte sentido crítico debemos poner siempre la razón como base de la fe, y no al revés. Eso es lo que me enseñó el santo de Aquino. Y no tenemos más remedio que hacer una fuerte crítica de lo que nos enseñaron envuelto con ropajes obsoletos.

Dos palabras requieren esa revisión: una, la palabra «Dios», y la otra, la «Creación». Dios, como decía el agnóstico Tierno Galván, lo mismo que el católico Zubiri, no puede ser sino el «Fundamento». Y lo que nosotros atribuimos a ese Fundamento requiere una profunda revisión porque los creyentes debemos tener un «agnosticismo de definición o de representación» de lo que hay detrás de ese término, como decían dos buenos filósofos católicos, Gilson y Sertillanges. «Los atributos otorgados a Dios no son auténticos...; los atributos de Dios no tienen para el filósofo valor alguno», dice este último. La palabra Dios, si significa algo, es el «élan vital» de Bergson, el «impulso creador» del teólogo Joly. Y nada más podemos decir de Él, porque sólo es la «Fuente del ser». Pero habrá algunos que no querrán llamar a esa realidad, «Dios», porque esta palabra les recuerda tantos infantilismos intelectuales que no quieren acudir a ella con razón, como sostenía el teólogo suizo M. Zundel.

¿Y la palabra «Creación»? Le pasa algo semejante. Las tonterías ingenuas en torno a ella la hacen muchas veces inservible. No hay nada de una creación ex-nihilo porque la «nada», nada es, y no puede servir de base para que de ella salga algo. Ni tampoco hay un antes ni un después, porque el tiempo está unido estrechamente a la realidad física; y cuando ésta no existe, no hay ni puede haber un «antes» ni un «después» de esa «nada» inexistente. El espacio y el tiempo son interiores al mundo: no hay anterioridad al tiempo, ni exterioridad al espacio.

Y «las pretendidas demostraciones científicas del comienzo o del fin del mundo... son puras niñerías» (Sertillanges). La creación es sólo para el creyente una «relación pura» con esa Fuente, con ese Fundamento que he descrito como el «impulso creador» que está en el fondo de todo; es, como decían los filósofos hindúes antiguos, «la Realidad de la realidad». Ése es el fondo desvelado del cosmos, y no otro: una interrogación para el no creyente y un misterio para el creyente.