Entrevista a Ricardo Magdaleno
Rodríguez
Gustavo Arturo de Alba
Hacienda defiende el caso
Serfin
Juan Castaingts Teillery
Arrieros somos, y en el camino
andamos
Xavier A. López de la Peña
Periodistas, políticos y opinión
pública en la conformación del espacio público y
político
Salvador de León Vázquez
Ellos saben cómo
hacerlo
Miguel Molina
¿El misterio del
cosmos?
E. Miret Magdalena
Elecciones en el Estado de
México (Disponible sólo en formato
PDF)
Roy Campos Esquerra y Federico Rosas Barrera
Los movimientos
sectarios
Marco Antonio Venegas M.
A lomo de
palabra
Germán Castro
Correspondencia con Don
Gus
Gilberto Calderón Romo
Aguascalientes en
Cifras
Carlos Reyes Sahagún
Con las debidas
reservas...
Isidoro Cárdenas Rodríguez |
E. Miret Magdalena
Dos hechos que han marcado la historia de la humanidad ocurrieron hace 30
años: el viaje a la Luna y la cruel e inhumana guerra de Vietnam.
Lo que es un avance técnico positivo y lo contrario, unen lo mejor
con lo peor.
Los hombres somos así. Aquella noche del verano de 1969, 800 millones
de personas estábamos pegados al televisor para contemplar la maravilla
de los tres astronautas alunizando por primera vez en la historia humana.
Algo que parecía una fantasía del novelista Julio Verne
ocurrió con precisión matemática. El ingenio humano
pudo realizar ese sueño literario. En 1669, 300 años antes
de ese suceso estelar inaudito, se habían publicado las Pensées,
de monsieur de Pascal, físico, matemático y filósofo
cristiano, que había muerto hacía cinco años y se
había enfrentado con admiración a ese espacio interestelar.
Asombro, espanto y sensación de pequeñez le producía
la simple consideración de «los espacios infinitos» y «el
silencio eterno» que creía contemplar ante esa inmensidad que
desbordaba su dimensión terrestre. Pero después de los frecuentes
viajes sidéreos realizados, ¿qué impresión nos
produce aquella conquista? Sin duda, curiosidad al contemplar lo que
parecía inaudito, y sensación de triunfo de nuestra técnica
del siglo XX; y de la cual olvidábamos la parte triste que ocurría
por esa misma técnica en otras tierras de nuestro planeta. La visión
cósmica asombrada de Pascal estaba teñida de reacciones religiosas
ante el contacto con lo que parecía infinito, y sólo era ilimitado,
según demostró Einstein. La misma impresión de Pascal
tuvieron algunos astronautas creyentes. Pero cuando los que viajaron a aquellas
distancias inauditas no lo eran, se encontraron también confirmados
en su no-creencia.
Los prejuicios humanos son tan importantes que nos hacen ver lo que no está
delante de nosotros, sino lo que solamente llevamos dentro, y lo proyectamos
en lo exterior como si fueran realidades indudables. Por eso podemos ver
en la historia del pensamiento humano opiniones para todos los gustos, porque
también la filosofía y la intelectualidad se dejan influir
por su imaginación, lo mismo que el hombre corriente. Los
«ilustrados», por lo general, tuvieron una visión optimista
del cosmos: Leibniz, Rousseau y Kant participaron de esa visión. Pero
pasaron los años, y después de las dos guerras mundiales en
nuestro siglo cambiaron las tornas: el optimismo del progreso indefinido
falló, y primero Heidegger y Scheler, y luego Sartre y Jaspers, no
vieron el cosmos en esa forma, porque el pesimismo se apoderó de ellos.
Lo mismo que les ocurrió a los más famosos literatos como Becket,
Camus y Brecht. Igual que les pasó a dos astrofísicos eminentes:
De Sitter y Whitrow.
Hoy se mantienen, entre los más importantes científicos, las
dos posturas antagónicas. La interpretación del nuevo
fenómeno descubierto, el big bang, divide sus opiniones. Unos ven
una confirmación religiosa con ese descubrimiento, y los otros no
lo ven así. El famoso Fred Hoyle, en los años ochenta, confiesa:
«Una interpretación juiciosa de los hechos nos induce a pensar
que un superintelecto ha intervenido en la física, la química
y la biología, y que en la naturaleza no hay fuerzas ciegas dignas
de mención». Y añade Robert Jastrow: En ese momento crucial
«se produjo la explosión cósmica y la creación».
Algo parecido confiesa el descubridor de la radiación cósmica
de fondo, Penzias, o Wehrner von Braun, o el famoso físico Tipler,
que cree demostrar la inmortalidad a través de la nueva física
matemática. Pero no lo ven tan claro otros pocos, como Hawking o Andrei
Linde, que sostienen que «la teoría de la gran explosión
no describe el nacimiento del universo», según la revista
Investigación y Ciencia.
Para salir de este atasco no hay más que un medio: acudir a una
reflexión filosófica serena porque «la filosofía
es una excursión al fondo de las cosas: es lo contrario del sentido
común», sostenía Ortega y Gasset. Ese sentido común
que ya avisó Hegel que era la rutina de lo que se repite por activa
y por pasiva, sin ahondar en la realidad hasta el fondo de la misma. Ya es
hora entonces de seguir lo que dice el profesor Lledó: «Rescatar
a la filosofía del academicismo, de un cientifismo huero, del dogmatismo,
de las terminologizaciones seudocientíficas; y entender el mundo para
dominarlo y cambiarlo». Por eso han hecho una impagable labor dos
científicos -Sokal y Bricmont-, que desvelan crudamente los errores
seudocientíficos de muchos pensadores de moda que se han dado en llamar
posmodernos, pero no hacen sino admirar con su ignorancia a otros ignorantes.
Quizá el mundo es algo como el Partenón, según Lupasco,
que ninguna columna tiene la misma medida, pero el conjunto asimétrico
expresa una inmensa belleza. Porque «la teoría del caos descubre
que los acontecimientos en apariencia desorganizados e imprevisibles revelan
un orden tan sorprendente como profundo», según los
astrofísicos Igor y Grishka Bogdanov. La religión también
ha solido tener unos soportes intelectuales hoy superados en cosmología,
psicología, sociología y filosofía. Si Europa se hizo
a partir de la crítica, tenemos que volver a ella y ser cada vez más
críticos en todos los terrenos.
Y ese lavado de cerebro es imprescindible. Los que seguimos siendo religiosos
con un fuerte sentido crítico debemos poner siempre la razón
como base de la fe, y no al revés. Eso es lo que me enseñó
el santo de Aquino. Y no tenemos más remedio que hacer una fuerte
crítica de lo que nos enseñaron envuelto con ropajes obsoletos.
Dos palabras requieren esa revisión: una, la palabra «Dios»,
y la otra, la «Creación». Dios, como decía el
agnóstico Tierno Galván, lo mismo que el católico Zubiri,
no puede ser sino el «Fundamento». Y lo que nosotros atribuimos
a ese Fundamento requiere una profunda revisión porque los creyentes
debemos tener un «agnosticismo de definición o de
representación» de lo que hay detrás de ese término,
como decían dos buenos filósofos católicos, Gilson y
Sertillanges. «Los atributos otorgados a Dios no son auténticos...;
los atributos de Dios no tienen para el filósofo valor alguno»,
dice este último. La palabra Dios, si significa algo, es el
«élan vital» de Bergson, el «impulso creador»
del teólogo Joly. Y nada más podemos decir de Él, porque
sólo es la «Fuente del ser». Pero habrá algunos que
no querrán llamar a esa realidad, «Dios», porque esta palabra
les recuerda tantos infantilismos intelectuales que no quieren acudir a ella
con razón, como sostenía el teólogo suizo M. Zundel.
¿Y la palabra «Creación»? Le pasa algo semejante. Las
tonterías ingenuas en torno a ella la hacen muchas veces inservible.
No hay nada de una creación ex-nihilo porque la «nada»,
nada es, y no puede servir de base para que de ella salga algo. Ni tampoco
hay un antes ni un después, porque el tiempo está unido
estrechamente a la realidad física; y cuando ésta no existe,
no hay ni puede haber un «antes» ni un «después»
de esa «nada» inexistente. El espacio y el tiempo son interiores
al mundo: no hay anterioridad al tiempo, ni exterioridad al espacio.
Y «las pretendidas demostraciones científicas del comienzo o
del fin del mundo... son puras niñerías» (Sertillanges).
La creación es sólo para el creyente una «relación
pura» con esa Fuente, con ese Fundamento que he descrito como el
«impulso creador» que está en el fondo de todo; es, como
decían los filósofos hindúes antiguos, «la Realidad
de la realidad». Ése es el fondo desvelado del cosmos, y no otro:
una interrogación para el no creyente y un misterio para el creyente. |
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